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La pandemia de Covid19 que se extendió gravemente por todo el mundo en los años 20 fue erradicada gracias a las vacunas. La humanidad se salvó de nuevo, como en los siglos anteriores. Salvado físicamente pero más enfermo mentalmente. Los medicamentos podían calmar pero no curar el sufrimiento psicológico cada vez más frecuente. Cada persona era un mundo en sí mismo con su propia historia serena o maldita que debía vivir o sobrevivir en un planeta cada vez más aséptico, globalizado y falsamente solidario.
En Milán llovía porque así tenía que ser en un estúpido día de noviembre. La oscuridad de un atardecer indistinto estaba iluminada de forma discontinua por las farolas y las luces de los coches que bordeaban las calles y cortaban el aire, ahora irreversiblemente contaminado. El agua sucia del cielo bañaba y refrescaba aquella parte del globo anidada por grandes y ruinosos edificios modernos y un revoltijo indefinido de seres humanos. Personas normales y no normales que vivían al mismo tiempo: unas en lugares libres y otras en lugares cerrados. Pero, ¿quién podía juzgar qué personas eran normales sino Dios? El hecho es que había personas que se consideraban normales y podían juzgar a otras personas y, por tanto, las segregaban en instituciones. O había otras personas que se consideraban no normales, simplemente porque no estaban bien psicológicamente y se las convencía para que fueran ingresadas o encerradas en instituciones. Dependía de los distintos puntos de vista.
En el psiquiátrico “Alda Merini” cada segundo, minuto, hora, día y noche no hacían ninguna diferencia, eran una línea plana constante de no vida. Los pacientes pasaban su tiempo al ritmo de actividades que aparentemente no arañaban su hemisferio emocional. Eran como rocas empapadas por la lluvia que permanecían intactas en su esencia. En la sala de televisión estaba Mattia, sentado en una silla. Mattia era rubio y joven, llevaba una cuidada perilla de “Dartagnan”. Su rostro delgado parecía aún más alargado debido a la barba incipiente que llevaba en la barbilla. No le gustaba estudiar, pero fue obligado a ir a la universidad por sus padres: su padre Mario y su madre Luisa, que ya eran abogados en un importante bufete de Milán. Así, el joven cayó en la depresión y se vio obligado a ingresar en el Instituto porque sus padres no tenían tiempo ni dignidad para cuidarlo adecuadamente. El joven Mattia acompañaba, con su guitarra, a un pequeño grupo de personas situadas a su alrededor cantando “Mare nero” de Battisti:
“… Le bionde trecce, gli occhi azzurri e poi
Le tue calzette rosse
E l’innocenza sulle gote tue
Due arance ancor più rosse
E la cantina buia dove noi
Respiravamo piano
E le tue corse e l’eco dei tuoi no, oh no
Mi stai facendo paura…”
Pero a Elisa no le gustó la improvisada actuación de los cantantes y se fue a su habitación, diciendo en voz alta para sí misma: <<Battisti me encanta, pero estos chicos están arruinando su obra maestra>>, mientras las profesoras Vittoria y Vincenza, de espaldas a la entrada de la sala y con los brazos cruzados, comenzaron a reírse mientras la observaban. Elisa era pequeña y morena y muy bonita, con su cara dulce y su nariz de patata. Labios en forma de corazón y ojos oscuros típicos de su país de origen: Palermo. Sólo tenía dieciséis años cuando entró en crisis porque su primer novio, su primer amor, la sedujo, le quitó la virginidad prometiéndole mil halagos y luego la abandonó como un perro tirado en la autopista, después de ni siquiera una semana de fuitina. Así que la joven sureña decidió dejar de comer y sus padres, en lugar de estar cerca de ella, prefirieron segregarla en un lugar del norte, en una metrópolis aséptica, donde la gente que caminaba por las calles parecía un robot.
Incluso Santiago, de 20 años, de Módena, de ascendencia peruana y de tez oscura, no apreció la actuación de canto en curso y salió a fumar a la pequeña zona exterior de cuatro metros cuadrados. El joven de origen sudamericano llevaba una semana hospitalizado por una mezcla mortal de éxtasis y whisky que le estaba machacando irremediablemente el cerebro. El agua de la lluvia golpeaba el techo de plexiglás y Santiago encendía un cigarrillo, sosteniéndolo entre sus labios regordetes y dando largas caladas. El humo salía tanto de su boca como de las fosas nasales de su gran nariz picada. Sus ojos oscuros miraban los charcos más allá de la puerta, débilmente iluminados por la luz que salía de la ventana del edificio. Miró las gotas de lluvia que se unían al agua de los charcos y pensó en cuál era su destino: si acabarían en alguna sucia capa freática, o se evaporarían con la primera luz del sol y se unirían así a la nauseabunda humedad metropolitana.
Miriam, en cambio, siempre se sentaba en un cochecito en el pasillo, frente a la puerta abierta de la sala de descanso de las enfermeras. Tenía el pelo teñido de rubio y una cara dulce con la piel muy blanca. Tenía más de 30 años, era de Pavía y fue ingresada en el “Alda Merini” porque los médicos del CPS se equivocaron en la prescripción de su depresión posparto y se arriesgaron a mandarla a la muerte. Despertó tras un mes en coma, pero descubrió que su cerebro estaba deteriorado. Miriam tenía una pequeña nariz francesa y labios finos. Sus ojos azules estaban fijos y deliraba constantemente, repitiendo siempre las mismas palabras. De vez en cuando cambiaba las palabras de su particular aforismo corto, que a una persona normal le habría parecido sin sentido.
Pero William, recién ingresado en el Instituto, entendió muy bien lo que Miriam le comunicaba porque era un chico extraordinario, el más sensible, el que reuniría al equipo de Especiales:
Mattia, Elisa, Santiago y Miriam.
William sólo llevaba dos días en el Instituto “Alda Merini”, pero enseguida se hizo amigo de Miriam. Le llamó la atención la mirada fija de sus ojos azules y sus frases repetidas que tenían un profundo significado. Él los entendía, mientras que los demás no. William llevaba la diadema verde sobre su pelo castaño medio porque hacía juego con sus ojos verdes. También llevaba gafas verdes, pero no estaban graduadas, en lugar de lentes había unas simples gafas. Le daban un aspecto más interesante y le gustaba verse así en el espejo y le permitían cubrir en parte su nariz ligeramente aguileña. Hacía unos meses que había alcanzado la mayoría de edad, pero todavía se sentía como un niño. Mantener su comportamiento infantil a menudo le hacía sentirse mejor, especialmente en momentos de desánimo emocional. Fue ingresado en el Instituto porque sufría depresión bipolar. A William le encantaba llevar medias hasta la rodilla de color carne. Desde muy joven, le gustaba llevar sus calcetines a escondidas de su madre Eugenia. Cuando ella salía a hacer recados, él se los ponía en los pies y se quedaba completamente desnudo frente al espejo mirándose y madurando durante minutos. Una vez fue sorprendido por su madre, que le castigó durante mucho tiempo. A partir de ese día, comenzaron sus trastornos bipolares, que se agudizaron mientras asistía a la escuela secundaria. Los compañeros de clase, especialmente los chicos, al ver sus actitudes femeninas, empezaron a burlarse de él. En cambio, con la mayoría de sus compañeras tenía una mejor relación. Se sentía en sintonía con ellos y por eso a menudo era humillado por los varones que le llamaban maricón. Pero no se sentía gay, le gustaba el mundo femenino, tanto que se aficionó a él.
Desde que comenzó su desarrollo no podía entender su deseo sexual, se sentía asexuado, aunque tenía unos genitales finos, de hecho su madre le llevó a ver a un especialista y así se aseguró de que su hijo no era transexual.
Miriam estaba, como de costumbre, sentada en el cochecito frente a la puerta de la sala de recreo de las enfermeras y William decidió llevarla a dar una vuelta por el pasillo.
<<El gran jefe, el jefe es grande y es fuerte, está en la luz artificial y nos estará esperando para el gran día>> dijo la mujer, mientras el niño empujaba el cochecito y escuchaba atentamente.
<<Entre las dos próximas luces de la luna nos convocará para comunicar las directivas>>.
<<Ciertamente Miriam, lo sé y tú serás nuestra fuerza>> dijo el chico sonriendo y emocionado porque el sueño premonitorio que tuvo hace unos días se estaba haciendo realidad.
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